MÍSTICA

Espiritualidad surfera: La naturaleza y la adoración a Poseidón

Entrar al mar siempre es una experiencia mística en la que no se está nunca del todo solo. Para los surferos, la práctica de este deporte (así como el bodyboard o el kitesurf) genera una devoción que puede parecerse mucho al fervor religioso.
miércoles, 18 de diciembre de 2013 · 13:39

NECOCHEA (Cuatro Vientos) - Directo del interesantísimo sitio PijamaSurf, el texto hace un recorrido corto por lo que podría ser una religión y deporte en sí: el surf. Acá la nota:

 

Cualquier discusión o comentario que tenga como tema la religión presentará siempre enconados y "profundos” discursos acerca de la naturaleza de eso que los pueblos han llamado divinidad y a lo que han dado incontables nombres. Parecería incluso que el hablar de lo espiritual, más que un ejercicio de conocimiento y diálogo, fuera una forma de diferenciarnos del otro más que de encontrar puntos en común. Parecería que la gente es así: quiere tener la razón, más que construirla con el otro.

Los deportes pueden provocar pasiones sólo semejantes a las de las guerras religiosas entre adeptos a diferentes identidades de la misma "esencia”: una esencia que a veces aparece con una camiseta y a veces con otra, pero que tiene su origen y término en la misma cancha, en el caso de los futbolistas, y en el caso de los surfistas, en el insondable océano. ¿Por qué será, pues, que los surfistas no tengan ese tipo de carácter predominante en los deportes de competencia, algo de grosera autosuficiencia, de rencor infantil, como cuando alguien nos ganaba en las canicas? 

El surfista Jock Serong ha recalcado que los rituales son parte de la vida de los surfistas en un modo que no parece ser tan evidente en el caso de otros deportes: se trata de que el surfista no deja de ser surfista cuando sale del agua, incluso cuando tuvo un día malo, porque, aunque parezca un deporte solitario, nunca se puede estar completamente a solas cuando se entra en el mar. Es por eso que si una improbable religión surfer tuviera santos, tal vez seguirían el ejemplo de surfers como Eddie Aikau, quien se ahogó en 1978 en la baía de Waimea, tratando de rescatar a sus amigos del mismo destino que él tuvo.

Esa religión no promovería mártires, sino amigos: alguien semejante a nosotros, pero cuya supervivencia también puede depender de la nuestra. Cuando uno muere, los amigos se reúnen en un círculo en medio del mar, donde sentados en sus tablas se toman de las manos y dejan caer ofrendas de flores y cenizas, sin que la estructura del ritual sea excluyente de ninguna fe: cada quien habla desde su pena y desde su pérdida, y si no hablan, su presencia como parte del círculo es más que suficiente.

Existen asociaciones de surfistas cristianos y musulmanes, e incluso en una religión tan ortodoxa como el judaísmo se dan casos que demuestran que las devociones de los surfistas siempre están subordinadas a esa en la que comulgan cada vez que entran al mar. Asociaciones como Salty Conscience enfatizan la importancia del trabajo social promovido desde el deporte y su impacto en la comunidad.

La única limitante para ser creyente de la religión del surf es la habilidad del practicante, que se entrega a ella con la avidez de un adepto; esa limitante se transforma en experiencia que sólo puede adquirirse practicándola, aunque por la misma naturaleza cambiante del océano, esta experiencia sólo se enriquece mediante el diálogo y la comparación con la experiencia de los demás: no hay derechos de autor ni reglas estrictas para una ley que debe ser fluida y adaptable a las circunstancias, y que es indistinguible de la práctica misma del surf: ese aprendizaje fluido es su misma esencia. Se trata de una práctica espiritual donde el dios y la práctica no están diferenciados: no hay necesidad de religión como la conocemos, porque todo lo que el adepto necesita es entrar al mar para estar en contacto con lo divino, sin intermediarios de ningún tipo, sin nada que fiscalice el contacto entre el creyente y su dios.

Como escribe Serong, "cuando salgo del agua, tengo una sensación profundamente asentada de que he comulgado con algo. No puedo articularlo, pero a medida que el agua escurre por el borde de mis bañadores, siento que he forcejeado con las obras de un dios que no puedo describir, un dios sin género, sin brazos ni piernas o incluso una barba. Un dios que existe como parte de las vueltas azarozas del océano en movimiento.”

En las religiones antiguas, decir el nombre de un dios era convocarlo, y decirlo no era comunicarlo, sino estar en su presencia misma. ¿Qué escuchará un surfista cuando escucha la palabra mar u océano? Seguramente se trata de algo que provoca más gratitud que miedo, pues nombra algo inconmensurable de lo cuál nadie puede apoderarse por entero, que alimenta y que destruye, que es dócil y es brutal, que es una conciencia impersonal manifestándose a través de la interacción de los seres que viven en ella, que son expresiones suyas y la conforman en cada una de sus partículas. Un equilibrio entre la hospitalidad y la intemperie que ha fascinado la imaginación de todos los pueblos y que revivimos cada vez que vemos a un niño observándolo y descubriéndolo sobre la arena húmeda de la playa: porque volver al mar, tanto para los que no nacieron en él, como para los que adoptaron su nacionalidad o su credo, el mar siempre tiene algo de recién descubierto o de recién inventado: una maquinaria infinita, una criatura única y múltiple que nos hace partícipes de nuestra condición pasajera y fugaz en el mundo del modo que sólo puede hacerlo, durante las noches, el cielo estrellado o las mareas de las estrellas. 

Serong, un auténtico practicante de la espiritualidad surf, se lo explica de este modo para sí mismo: "De todas las billones de permutaciones geológicas y biológicas detrás de la existencia del surf, es de notarse cómo todo se alineó para nosotros los humanos. Las olas llegan a la temperatura correcta (okay, olvídense de Victoria en invierno, pero uno se las arregla). No son tóxicas, nauseabundas ni están llenas de objetos filosos. Rompen dentro de parámetros físicos que son ideales para jugar, justo ahí, en la playa, y suficientemente variables para permitir que cada uno de nosotros se lance con el nivel de fuerza adecuado para nuestras habilidades. Las olas al romper usualmente coexisten con animales, plantas y otros fenómenos naturales en un estado de asombrosa interconexión con los humanos. Estas cosas no pueden ser, digamos, en el corazón de un volcán o en el fondo de la fosa de las Marianas. Lo que saco de esto es que hay un ser mayor; él/ella/eso es de carácter benévolo y lo que es mejor, quiere que vayamos a surfear.”

 

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