ROSA SARRIES

La Ciudad Pensada: El Turismo

La ingeniera Rosa Sarries reflexiona sobre el modelo extactivista y la quimera que presenta la promesa del desarrollo turístico en nuestra ciudad.
miércoles, 25 de noviembre de 2015 · 13:11

NECOCHEA (Cuatro Vientos) - El turismo, entendido como  producto de la acumulación capitalista, se  fundamenta  en el desarrollo desigual y combinado de  diferentes partes de la humanidad. Enormes concentraciones de  bienestar por un lado y pobreza y opresión por el otro.


El convencimiento de que el turismo genera beneficios sin requerir grandes intervenciones, ya que tanto el paisaje, el sol, la playa, la cultura o la gastronomía son insumos turísticos preexistentes, le han dado una imagen que lo presenta como un eficaz motor del desarrollo.

La  maquinaria "turistizadora", fogoneada  a través del poder comunicacional, instala en el imaginario de  la ciudades con posibilidades de ser "comercializadas", la imperiosa necesidad  de asomarse a esa feria de gangas y novedades  donde se resolvería, como por arte de magia,  su crónica situación de "atraso”, o  de  "haberse quedado”, sin explicar en qué consisten esas categorías y cuál será el costo de abandonarlas, pero sembrando  la edulcorada sospecha de que le fin justifica los medios

En el  confronte  del turismo con la realidad, el mito puede volverse quimera.

Como actividad esencialmente  extractivista, sin excepción, se desarrolla sobre la base  de dañar ecosistemas, malbaratar recursos naturales, mercantilizar  expresiones culturales, crear marcos favorables para la corrupción, erosionar la institucionalidad política, desconocer derechos laborales, privatizar   bienes públicos que conservan el carácter de bienes comunes, en distintos grados y particularidades.

Ocupando  enormes espacios en los medios de difusión como relleno publicitario, es eficaz  para pasar desapercibido ante el robo sin escrúpulos de los recursos energéticos y bienes ambientales de las periferias saqueadas y transformarse  en flecha temporal hacia la conversión de todo el planeta en un paraíso del ocio que no conoce fronteras.

El culto al ocio ostentoso que caracterizó  al capitalismo de la belle èpoque, fue introducido en nuestro país por la "generación del ochenta”, primera generación frívola, refinada y cosmopolita, de cronistas superficiales, políticos mundanos, conversadores de salón y habitués de club, todos ellos  miembros de una oligarquía argentina cuya alianza con el imperialismo inglés  le permitía  vivir el auge  económico con un sobrante de riqueza  que impulsaba su tendencia a ocupar en forma casi lúdica, "ese tiempo carente de ocupaciones”.  Pues ya habían "habilitado” el desierto, "civilizado al bárbaro”,  fundado la Sociedad Rural, escriturado y amojonado millones de hectáreas, tendido miles de kilómetros de alambrado, sin por eso desatender la labor parlamentaria donde sancionarían  instrumentos como la Ley de Residencia,( dedicada  a esos gringos  ariscos  que podían llegar a arruinarles  tanta prolijidad), o escribir libros como Juvenilia.

Después de semejante faena, cumplida con prisa y sin pausa, se sintieron  merecedores de un descanso reparador.
Habían conocido en Europa los encantos de  Deauville, Brighton, Biarritz y de vuelta  al pago  empezaban a fantasear con un "paraíso” local.

Mar del Plata  sería la concreción del sueño de  una vida mundana, donde la burguesía porteña estaría libre  del asfixiante clima  de una  capital invadida por la inmigración hacinada  que hacía irrespirables  aquellos  buenos aires.
Era una ciudad nueva, de total inutilidad económica y cuyo lejanía  y dificultades de acceso, (curioso antecedente de las actuales urbanizaciones bunkerizadas), la convertían en predio privado donde recuperar el aislamiento y ponerse a salvo de un afuera  siempre "amenazante”. 

 La ciudad sería  inútil pero la empresa del  ocio requería confort  e inversiones.

La llegada del ferrocarril, cuyo tendido se hizo a la tradicional usanza de época, (una leva de peones santiagueños), sólo dos coches y furgón de encomiendas, con personal uniformado y de  guantes blancos y la inauguración del Brístol Hotel marcarían durante cincuenta años la vida de una ciudad filistea. 

Por estos lares el Hotel Victoria,( como la Reina de los siete mares), en Quequén, o el Necochea Hotel en la Villa Díaz Vélez, amojonarían una periferia turística  no exenta de aires de grandeza. 

Mientras que el   después llamado Quequén,( "Paraíso del Veraneante”, en los folletos de  promoción del Ferrocarril Sud), contaba  con el salón comedor  más grande de  América del  Sud, (cincuenta metros de  largo por trece de ancho), construido a orillas del mar  y desde donde se veía el "espectáculo” del oleaje, el monumental  hotel de Nazarre, Pieres y Diaz Vélez, entre sus  "novedades” promocionaba  desde las  oficinas de  Florida 339 "Instalaciones de  baños calientes de mar”.

La mayoría de la población, por ese entonces comía en cocinas ahumadas, usaba letrinas y se bañaba con agua "soleada”.

Los libros de  huéspedes registrarían prolijamente  algunos  nombres y apellidos que también aparecerían en los textos de historia, plazas, calles, avenidas, ciudades y hasta accidentes geográficos, como el del  Doctor  Carballido, aún vigente, aunque  por razones nunca imaginadas  por el ilustre  veraneante. 

La burguesía ociosa  que se posesionó de estos exclusivos balnearios  para  jugar y tomar  sol entre los de su clase, sólo toleraría en ellos una población estable  de  comerciantes, sirvientes y todo  tipo de  gente necesaria  solamente para poder  estar bien servida,  a la  que volvería "antes del fin” entre los velos amarillentos de  apergaminados recuerdos:
 "Doña Carmen y su lavandería inmaculada. Juanita, Tita, Susy… con sus cofias blancas, que hasta nos hacían las valijas. Pablo  y su  smoking negro, al comando de los  "mozos”. César, el "Don  Juan” del comedor de los chicos. Teodoro: ofreciendo  "sopa de pastina”, y tantos más…” (Recuerdos. 100 Años del Hotel Quequén.1994, pág. 16).
Si la colonización capitalista arrullada por  las odas  a los ganados  y las mieses , se había  "desentendido” de ciertas zonas por  "improductivas”, la globalización de las finanzas vendría a redimirlas del  "olvido”.

Y el Turismo, monocultivo del negocio hotelero y la construcción residencial y suntuaria, será su emblema.
Instrumento privilegiado   del neoliberalismo, es presentado ante las comunidades  "postergadas” y  a sus dirigencias "facilitadoras” como la opción para ocupación de la mano de obra, (barata), y el "desarrollo”, (mercantilización) de su patrimonio ambiental como "potencial desaprovechado”, mediante  la "imprescindible”, ( y excluyente)  participación del "capital foráneo”, al que "habría  que  seducir”.

Discurso ambiguo y por lo tanto inquietante, ha hecho  fácil presa  de cierta  y extendida  "clase media”  conservadora  y reaccionaria en términos políticos y en términos culturales,  portadora  de  una cultura mimética y de  consumo ostentatorio. 

La ciudad turística  es así "imaginada” en función  de los intereses de la acumulación del capital y para  satisfacción de los sectores sociales acaudalados  y no en función de  las necesidades  de los propios habitantes.   Si se  observan destinos turísticos como los  siempre paradigmáticos Pinamar,  Cariló  o Mar de las  Pampas,  entre otros de la costa bonaerense ,(levantados o a levantarse), o la  construcción  de  complejos termales y de cabañas difusos en el territorio, puede verse claramente hacia donde apuntan estos  "modelos " de urbanización.

A medio camino entre   los deseos veleidosos  del turista, y  los rigores  de la usura capitalista  el turismo genera ciudades donde "se yuxtaponen la sociedad  puramente  consumidora de los  visitantes que se  divierten y gozan y los lugareños que se ven mezclados  pero no  unidos, participando sólo en parte de la fiesta, trabajando  discreta y silenciosamente para que la diversión sea posible. No son sólo los intermediarios entre el producto y el consumidor, sino que su puesto les da una significación especial: Están para satisfacer los deseos del turista ávido de diversiones, tienen en sus manos los productos anhelados por el turista, los supuestos placeres, el ilusorio goce de la vida. Deben por lo tanto  tratar de descubrir las necesidades  del turista, interpretar  sus deseos más  íntimos, adherirse a éste por una especie de sistema de dependencia que no  puede ser vivido sino conflictualmente. Sus puestos son claves para la ciudad, pero además son sirvientes y lo saben.” (Juan J. Sebreli. Mar del Plata el ocio represivo. Pg.91).

Así, sobre el carrusel de la las periferias turísticas,  el espejismo  del turismo foráneo  sobrevuela cual ave de rapiña,   ávido de presas suculentas, que podrá llevarse por el  modesto valor de una propina.
 
(*) Ingeniera Rosa Sarries

 

 

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