una buena

El diario La Nación se acordó de Necochea y escribió una hermosa nota

Bajo el título “Necochea, la que sabe guardar más de un secreto”, el periodista Aníbal Mendoza, pasó unos días en nuestra ciudad e hizo un repaso en el diario capitalino. ¡Mirá esta buena nota!
domingo, 5 de enero de 2014 · 13:36

NECOCHEA (Cuatro Vientos) - Tiene una costa de 64 kilómetros. En ella conviven playas desiertas, acantilados, grutas, médanos, que recuerdan al desierto magrebí. Un mar picante y otro sosegado. Del litoral hacia adentro ofrece un bosque salido de un cuento escandinavo, un río con saltos de agua y cuevas naturales, una laguna con juncales emergentes. Incluso aguas termales recién estrenadas. Por si hace falta, dos centros, el antiguo, alrededor de la Municipalidad, y el nuevo, a pocos metros de los balnearios. Por mucho menos se edifican imperios y el inventario de virtudes recién va por la mitad.

 

Necochea todavía lleva el estigma de ser un vergel confidencial. Muchos de sus habitantes la consideran un caso de estudio como modelo de recursos turísticos poco aprovechados. Otros tantos chasquean la lengua por enésima vez, importunados por la misma cantinela de siempre: la impericia de las gestiones de otras épocas, la escasez de ambición. El diagnóstico no siempre coincide, aunque las conclusiones suelen ser similares. La ciudad está esculpida a cincel por la naturaleza y sólo se percataron sus 90.000 habitantes y unos cuantos visitantes de cada verano. Como recompensa, la intimidad está resguardada, se desconoce el hacinamiento y aún queda tiempo de rendirse a su embrujo.

Hay muchas vías para contemplar los atractivos de la ciudad. Los reporteros, en principio, tomamos parte de una primera excursión en una camioneta rusa reciclada de doble tracción. Nos esperaba una jornada de kayak en los meandros del río Quequén.

Mientras el vehículo atravesaba sus márgenes, el paisaje proveía de estampas características, como la ermita de la Madre Teresa, la casa de veraneo de Ricardo Güiraldes y el puente colgante de acero naranja que une Quequén y Necochea. Este tablero suspendido de cables de acero que engalana las postales de la ciudad sobrevivió a todas las tempestades desde su construcción en 1929. Podría, incluso, sobreponerse a un desfile de murgueros. Suerte distinta la de su vecino, el puente Ignacio Ezcurra, que no soportó las inundaciones de 1980 y cuya silueta sobresale al otro lado de la ribera como un museo de sí mismo.

A 16 kilómetros del tejido urbano, a la altura del Parque Cura Meucó, el grupo aparca para adentrarse con los kayaks en una formación de cascadas naturales. Se trata de una sucesión de saltos y rápidos de escaso metraje, aptos para la aventura sin riesgos, ese toque de épica que tanto conforta a los citadinos. Quien busque remanso, lo encuentra en los clubes con todas las comodidades del caso. Cualquier tramo sirve para la pesca en las pendientes del río hacia el mar. En algunos de ellos, el viajero puede toparse con un coro de loros barranqueros, un imponente lechuzón de campo, una garza y cuervillos de la cañada como anfitriones al uso.

A la vuelta de la excursión, con el revitalizador moral de la inmersión en las aguas del río y el orgullo de sortearlas sin papelones, el vehículo nos deja en la escollera sur que cierra el puerto de Quequén por el lado de Necochea. Allí reside una colonia de lobos marinos, todos machos de un pelo que han recibido la visita de una hembra de elefante marino de grandes proporciones y como dicta la ciencia, se disputan su atención a grito y tarascones limpios. La tertulia ocurre a pocos metros de la civilización y algún botarate lleva a sus hijos a hacerse la selfie en cuestión. Hacia el fondo, unos clavos miguelito de hormigón armado contienen la bravura de las olas y a la derecha destella un mural de 180 metros del proyecto Arte Puerto.

Hija del viento

Como el histórico recordman Carl Lewis, Necochea también es hija del viento y este dato también va a la cuenta de sus cualidades. Sus flujos térmicos le han valido para posicionarse como escenario de una legión de deportes extremos, desde el kitesurf, sandboard, parapente, vuelo de vela y demás. Sus cambios de ciclo no condicionan la presencia en la playa, una leyenda urbana que redunda en mala prensa para sus veranos. Buena parte de los habitantes de este lugar elige algunos de los trece balnearios según la previsión meteorológica, duchos a la hora de lidiar con mareas e identificar corrientes.

A la hora del almuerzo atravesamos las playas urbanas de la ciudad hasta arribar al complejo Sotavento, un virtual living frente al mar con comidas pantagruélicas a precios razonables, de continente. Sus pescados y mariscos reivindican la mejor tradición de la gastronomía portuaria sin alardes ni oropel. La comida y el lugar se valen por sí mismos.

Si se continúa la ruta hacia el Parque Lillo, la Rambla evoca a la próspera Necochea de los 70, la misma del prestigio de su teatro infantil, a través de la estampa de su casino, de una belleza cáustica, como aquellas moles soviéticas que el tiempo travistió en arquitectura pop. Reconstruido después del incendio de 2001, allí cohabitan una agencia hípica que albergó una célebre boîte, cancha de bowling, un teatro y una pista de patinaje. Parecen las rémoras de un pasado que ya no existe, como dolientes fotogramas de una melancolía ajena, si no fuera porque el complejo, aunque nada lo delate, aún funciona.

A metros del ingreso al parque nos conducen en cuatriciclo por los senderos del frondoso bosque de coníferas de 640 hectáreas. El Parque Miguel Lillo tiene su origen en un vivero en tierras expropiadas a la familia Díaz Vélez y desde 1979 es jurisdicción municipal. Sus árboles son tierra de asilo ante la inclemencia del sol, además de contención de la ofensiva del viento sur, tan solícito para levantar médanos allí donde se lo permitan. Entre sus huéspedes hay un museo histórico regional, otro de ciencias naturales y un anfiteatro para 1500 personas. Contiene también dos jardines, uno francés y otro japonés, ideales para bajar cambios o aventurar negocios.

Luego de driblear parejas de enamorados, los rodados penetran en una parte de la costa que no registra presencia de chiringuitos ni sorbetes de frutilla. A ocho kilómetros del centro, las playas son más amplias, de arena más gruesa. En este tramo, el camino lo bordean las rocas que trajo la erosión y que adoptan las formas de cuevas, las famosas grutas que le confieren al paisaje sus diseños de linaje ancestral.

Necochea tiene la suerte de concebir una propuesta turística que crece al ritmo de sus playas -al ser de acumulación, cada día son más grandes-, aunque cuenta con un fondo de armario que le permite trascenderlas. En la otra punta, el faro de Quequén es cita obligada después de 70 años de enderezar barcos a la orilla. Desde su cima se otea el horizonte de la playa y hacia atrás, los confines rezagados de su periferia y el puerto del que parten los barcos con miles de toneladas de granos que produce la villa y que conforman su sustento principal.

De allí se avistan también restos de buques, testamentos de antiguos naufragios, como el que cimentó el origen de la ciudad desde una goleta.

Uno le da nombre al complejo La Hélice, en la calle 502 de Quequén. Encaramado playa arriba se erige el restaurante Bardemar, una tribuna para contemplar la puesta de sol y alguna ballena en su tránsito al Sur. Un sitio para homenajearse con langostinos frescos al ajillo y mejillones a la provenzal confeccionados por el mismo dueño y cavilar a contraluz el menú de mañana.

Un paseo por el Sahara necochense

Al amparo de una camioneta 4 x 4 partimos hacia los confines del Sahara necochense. En el camino, nos topamos con las playas de Punta Florida y Cueva del Tigre, meca de la cofradía de los pescadores. Los playones de piedra forman piletones donde los lugareños aseguran que hay pejerreyes, cazones e incluso corvinas. El balneario Los Ángeles, más lejos, atrae a decenas de surferos de pelo en pecho.

A los 17 kilómetros de recorrido, avistamos el Médano de la Mesa, un aperitivo de lo que se venía, como para aclimatarnos. La fisonomía de la formación es extraña y lo fue aún más cuando se cruzó por encima nuestro una liebre tan grande como un ovejero alemán. Cualquiera se planta en estos parajes, incluso un tero, que saca pecho para defender su nido a picotazos.

Por fin, en cámara lenta, el vehículo enfila hacia el Médano Blanco, una montaña viviente que muta sus formas cada día pero que jamás resigna inmensidad. El guía de la excursión, Claudio, asegura que la arena levanta la pintura de una camioneta en días de viento. No nos quedamos para comprobarlo. El horizonte pide camellos, aunque sólo ofrece vacas gigantes y especulamos si no serán los efectos secundarios de unos chipirones en su tinta.

Ya estábamos sobre aviso de que un personaje local, vendedor de humo a la saga del gran Caruso, organiza avistajes de extraterrestres en la zona, a la que le concede atributos energéticos. Los reporteros, hijos de la Ilustración y de las Ciencias, desdeñamos el dato. A la hora del gran hit, la barrenada en un todoterreno de los 100 metros de la pared frontal, las cámaras se quedaron impasibles, las baterías yermas, nuestras caras, incrédulas. Como dicen del otro lado del Atlántico, que las hay, las haylas. Para colmo, a los 10 minutos, todos los chiches de la tecnología habían vuelto a la normalidad.

Al emprender el regreso, un grupo de viajeros intentaba traspasar las fronteras con un coche sin tracción. Al guía la escena le es familiar. La del desprevenido padre de familia encallado, bajo el sol, con la prole quemándole la cabeza y rezándole al viento. Suele pasar.

Un volantazo nos deposita en las Termas del Campo, también bautizadas como Médano Blanco. Se trata de 42 hectáreas de campo que rodean a un casco de estancia. La construcción, a 41 kilómetros de la ciudad, conserva la gran casa original de estilo nórdico que la familia danesa Rasmussen construyó en 1925. Hoy, su bello enclave decorado con mobiliario traído en barco alberga un restaurante. El complejo, que se inauguró oficialmente en 2012, cuenta con dos piscinas cubiertas de aguas termales y otra de recreación, además de cobijar un spa con servicios de hidroterapia y un amplio repertorio de masajes. Un arroz azafranado con mariscos y una botella de vino tinto más tarde emprendimos la vuelta a la urbe.

Por Aníbal Mendoza para el diario La Nación.

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