
En la era de la hiperconectividad, las redes sociales se han convertido en un escenario de reacciones inmediatas, impulsivas y muchas veces poco reflexivas. Cada "me gusta", emoji o comentario contribuye a un sistema que prioriza el impacto emocional por sobre la profundidad del contenido. Y cada vez que reaccionamos a ciertos contenidos, nos gusten o no, en realidad aumentamos su difusión por la red.
Ya lo sabemos, reaccionar sin pensar favorece la viralización de la desinformación, alimenta algoritmos que premian la polémica y refuerza burbujas ideológicas que nos aíslan dentro de los límites que eligimos tolerar. Además, reduce nuestra capacidad crítica: terminamos respondiendo a estímulos diseñados para manipularnos más que para informarnos y no nos enteramos de lo que pasa, sino de lo que queremos que nos digan que pasa.
Ese ciclo en el que reaccionamos impulsivamente a los estímulos, el algoritmo de la red que usamos nos califica y devuelve contenidos similares para conseguir una nueva reacción es principalmente la mecánica que hace que nos aislemos y cada vez más sigamos alimentando los sesgos que nos mantienen en nuestra "zona de conmfort", donde sólo encuentro aquello que quiero ver y no aquello que realmente existe ahí afuera.
Llegado a ese punto, es necesario entender que dejar de reaccionar no es aislarse, sino tomar control. Es desacelerar para pensar antes de opinar, priorizar el análisis por sobre el impulso, y cortar con la lógica adictiva del scroll infinito. Y empezar a observar sin reaccionar puede ser el primer paso para recuperar una relación más sana con lo digital.
En la dinámica de las redes sociales, cada “me gusta”, emoji o comentario funciona como una señal que retroalimenta los algoritmos, incentivando las reacciones instantáneas por sobre la reflexión. Un estudio de la USC Dornsife demostró que los usuarios frecuentes y esporádicos responden de manera diferente a las “recompensas sociales” digitales, y que estos estímulos pueden inducir a compartir contenidos de forma casi automática, sin detenerse a evaluar su veracidad o pertinencia
Este hábito de reaccionar de manera impulsiva alimenta la viralización de desinformación y refuerza burbujas ideológicas, donde predominan las polémicas estériles: debates que giran en torno a provocaciones vacías y que no aportan soluciones ni entendimiento. Al hacerlo, retroalimentamos un ciclo de confrontación que prioriza el conflicto y el sensacionalismo, en lugar de la profundidad y la construcción colectiva de conocimiento.
“Esta es la gran ironía de las redes sociales: cuanto más te sumerges en ellas, más solo y deprimido te vuelves, tanto a nivel individual como colectivo”, señala el filósofo y psicólogo Jonathan Haidt, quien ha estudiado el impacto de la tecnología en nuestra salud mental. Su reflexión subraya cómo la adicción a las reacciones rápidas no solo empobrece nuestro bienestar emocional, sino que también fragmenta el espacio público.
Al abstenernos de alimentar polémicas vacías, hacemos espacio para la deliberación pausada, la verificación de hechos y el diálogo constructivo. En última instancia, es un acto de responsabilidad digital: priorizar la calidad de la discusión sobre la urgencia del “clic” fácil.
Ya lo dice el dicho popular: "No discutas nunca con un idiota porque los que estén observando pueden no notar la diferencia"... y esto es algo más bien cierto en las redes sociales, donde abundan los mensajes falsos que llaman a polémicas estériles. Todos los días los medios de comunicación e influencers usan esos mensajes para captar la atención de los usuarios pensando más en tomar beneficios de las reacciones que en dar a cambio una información que sea un servicio util para la comunidad.
Y una vez publicado el mensaje, la interacción de los usuarios empieza un proceso de difusión del contenido dentro de la red que usa de combustible las reacciones impulsivas (y las provocadas por usuarios dedicados especialmente a alimentar esos debates, trolls, militantes, CM's, etc) y que aprovecha el efecto Dunning–Kruger para que los intercambios queden sesgados a lo más básico y con menos datos posibles.
El efecto Dunning–Kruger es un sesgo cognitivo por el cual las personas con menos habilidad o conocimiento en un área tienden a sobrestimar su propia competencia, mientras que las más preparadas suelen subestimarla. Fue descrito en 1999 por los psicólogos David Dunning y Justin Kruger, quienes demostraron que quienes conocen poco sobre un tema no tienen la “metacapacidad” (autoconciencia) para darse cuenta de sus propias carencias, y por eso creen saber más de lo que realmente saben.
En la práctica, esto se traduce en que alguien inexperto puede mostrarse excesivamente confiado (por ejemplo, opinar con firmeza sobre un asunto técnico sin entenderlo), mientras que un experto, al ser consciente de la complejidad y de lo que aún ignora, adopta una postura más cauta. Esta es la razón por la cuál hay tantos comentarios absurdos en las redes y tan pocas correcciones, lo que alimenta cada vez más un panorama que está convirtiendo a las redes sociales en un pantano lleno de nada.
Aunque reconocer este efecto nos ayuda a mantener la humildad intelectual, porque antes de hablar o actuar, conviene medir honestamente nuestro nivel de conocimiento y estar dispuestos a aprender, en lo cotidiano de las redes sucede lo opuesto: reacciones impulsivas a mensajes sesgados y a provocaciones en comentarios alimentan la rueda de prejuicios y desinformación sin fin, alterando tanto la naturaleza comunicacional de la red que la convierte directamente en una herramienta en la que operamos nuestra "automanipulación".
El efecto Dunning-Kruger se aprovecha de la sobreconfianza de los novatos para influir en sus decisiones, tanto cuando las marcas hablan de lo “fácil” o “al alcance de cualquiera”, como cuando apelan a testimonios de “usuarios como vos” o se emplean ofertas por tiempo limitado para generar un impulso de acción
Como advierte David Dunning, co-descubridor del sesgo, “nuestra ignorancia es invisible para nosotros” —lo que permite que este truco persista sin ser detectado por quien lo sufre. Reconocer este sesgo y fomentar la verificación de fuentes, así como el contraste de opiniones, es clave para evitar decisiones basadas en la falsa confianza que genera el efecto Dunning-Kruger.
Sumados los mensajes sesgados, las provocaciones maliciosas de usuarios, las reacciones impulsivas y el efecto Dunning–Kruger, el caldo para la desinformación y la creación de burbujas de prejuicios propios que nos resguarden del malestar que puede causar un debate honesto, está a la oreden del día y precisa más que nunca de información real y asequible para detener el "loop" que está terminando con la utilidad de las redes sociales como medio de enterarse lo que pasa en el mundo.